Hay quien gusta de poner hitos al curso fluido de la Historia: ocasiones para el recuerdo, el festejo, el duelo…, instantes señalados como los signos de puntuación de un texto, afanes de hacer concreto, cercano, asible lo inconmensurable. A muy pocos, sin embargo, se les otorga la capacidad de prescindir de esos accidentes interesados en sus visiones globales del devenir humano. Quizás sea la sabiduría, quizás el genio, tal vez la ecuanimidad lo que anima esas mentes transfronterizas que sobrevuelan el foco interesado de las circunstancias.
Es difícil, y tremendamente “humano”, poder sustraerse a los calendarios ficticios por muy injustos que estos sean. Santa Criz, la ciudad ignota, el paradigma de la arqueología del deseo, la urbe escondida durante dos milenios entre el polvo y la hierba de una pequeña sierra tampoco ha podido escapar al tosco despiece de su anatomía temporal, pero la historia de este lugar, cuya ánima empapa aun hoy el aire que la envuelve, es una e indivisa.
“Santa Criz, la ciudad descubierta en 1917” no deja de ser un titular estrecho, una frase redonda y sonora de esas que agradan a quienes no se atreven a sondear los abismos del tiempo. Las que la amamos, las que no tememos acoger en cauce ancho el fluir de la Historia, jamás hemos dejado de agradecer la fructífera curiosidad de esos dos religiosos, Castrillo y Escalada, que pasearon sus ojos sobre el útero que la acogía, ni tampoco hemos olvidado, aunque los “guardianes” sí lo hayan hecho perdiendo entre estanterías y papeles sin nombre su legado, los breves afanes de Taracena y Maluquer.
El supuesto enclave romano de Santa Criz hace un siglo era promesa, pero promesa etérea e incierta apta solo para vocaciones profundas y arriesgadas, promesa para quienes perciben en lo inanimado el pálpito perenne de la existencia, promesa para quien está dispuesto a regalar lo mejor de su vida soñando en ella, pero promesa coja, de segunda, promesa vacía para los buscadores del plazo fijo y del éxito asegurado, promesa difícil para esos amantes de ocasión incapaces de trascender la imagen de un pasto de ovejas desnudo de atributos. Durante un cuarto de siglo, como matronas abnegadas con paletín, pico y brocha hemos extraído del útero fecundo las soberbias piedras que hoy deleitan. Y la promesa nunca escuchada, solo hoy, tras veinticinco años se ha podido hacer ciudad, se ha hecho acto.
“Santa Criz, la ciudad descubierta hace un siglo”, un titular redondo, sonoro…, injusto y sesgado: Damnatio memoriae (condena de la memoria).
Conocimos cada latido de la tierra, su pulso armónico, su tempo lento, su flujo milenario. Conocimos cada sonido, el entrechocar del metal y la piedra, la azada contra la tierra…, el ruido sutil que premonizaba el hallazgo.Conocimos cada luz y cada sombra, las de todos los días y todas las estaciones, el chorro luminoso que animaba las piedras y su ausencia que modelaba voluptuosa cada forma. Conocimos cada arruga, cada pliegue, cada tacto, cada centímetro de piel de sus piedras antiguas. Conocimos cada olor de sus rincones escondidos, el de la tierra húmeda con su promesa de secretos nunca vistos.Conocimos cada belleza regalada, las grullas en círculo presas del embrujo bajo sus alas, el brillo fugaz de la oropéndola entre las ramas, el baile fatídico entre el halcón y su presa, el arcoíris, la luna y las estrellas. Conocimos cada viajero, cada curioso, cada amigo, sus miradas, sus palabras, sus gestos, la franqueza, la satisfacción, la sorpresa…, y también el deseo… sobre todo cada deseo de sus amantes lascivos. Conocimos su hechizo, el brillo fatídico de sus piedras gastadas: temido.
El que quiera oír, que oiga (Mateo, 13).
Rosa María Armendáriz Aznar en Diario de Navarra
Arqueóloga y miembro del equipo de investigación del yacimiento de Santa Criz (Eslava)